serán ceniza, mas tendrán sentido:
polvo serán, mas polvo enamorado.
( F. de Quevedo)
Durante los próximos meses, "Heraldo de Aragón" publicará una serie de artículos (la localidad turolense de Calamocha, de inevitable espacio en mi memoria, la comenzó ayer), dedicados a los municipios de Aragón, que recogen su riqueza patrimonial y artística y buscan la mejor esencia aragonesa en tradiciones, costumbres, huellas de antiguos moradores y, sobre todo, en las historias personales y humanas de sus actuales habitantes. Este loable proyecto viene respaldado por la D.G.A y se propone trascender el mero análisis sociocultural centrándose en la realidad más viva de este territorio, en un recorrido muy ambicioso de gran atractivo y un futuro que promete frutos imprevisibles y sorprendentes experiencias para los interesados en el desarrollo moderno de la Comunidad. Como referencia imprescindible para este nuevo Aragón, pueblo a pueblo, la figura de Alfonso Zapater resulta fundamental. Los 18 tomos de la obra enciclopédica que editó en 1986 (prologada por Camilo José Cela) son de obligado conocimiento y punto de partida de la renovada crónica aragonesa. Alfonso Zapater comenzó a escribir en "Heraldo de Aragón" una página diaria mezcla de reportaje, entrevista, comentario y opinión, "Zaragoza al día", que resultaba algo distinto en el periodismo de la época, y "Aragón, pueblo a pueblo" se convirtió en un asombroso fresco del panorama regional en el que todos los municipios estaban presentes en plásticas semblanzas compendio de la experiencia del autor a lo largo de muchos años de visitas por todos y cada uno de los pueblos de la geografía aragonesa (731 oficiales y 1350 lugares aragoneses reseñados por él). La renovada serie se nos antoja, así, un merecido regalo para el recuerdo del escritor en el décimo aniversario de su muerte, y de su nacimiento, un día de julio muy cercano al de hoy, en Albalate del Arzobispo, población de Teruel, que seguramente lo habrá evocado de forma especial este año. Alfonso Zapater sentía por las zonas rurales que marcaron su infancia en libertad un intenso afecto. Por eso confesaría que Teruel le "dolía" cuando observaba la falta de progreso producto quizá, en su opinión, no sólo de su aislamiento sino de una falta de espíritu de colectividad o tal vez del excesivo complejo de victimismo de sus gentes, que no supieron en su momento explotar las posibilidades de una rica provincia, a pesar de las grandes individualidades que Teruel ha aportado a lo largo de la historia. Me sorprende conocer que la Diputación Provincial de Teruel no colabore en la actualización de este "Aragón, pueblo a pueblo" redivivo.
Juan Villalba Sebastián ha elaborado una biobibliografía profunda y amplia sobre Alfonso Zapater que recoge la revista "Turia" en su número 95, que a mí me parece la más completa realizada hasta el momento, teniendo en cuenta, lógicamente, que apenas alude a su obra inédita, bastante extensa, por lo que yo conozco, y más si contemplamos que comenzó a ejercer su vocación a los nueve años versionando antiguas obras teatrales y escribiendo incluso un auto sacramental. Sí menciona su primera novela, Camelia, nunca publicada, con la que iniciaría su labor narrativa, género en el que más a gusto se sentía, porque le daba "la oportunidad de fundir la realidad con la ficción, sin olvidar que todo tipo de narración va acompañada también de poesía y teatro", según declaraba en sus "Memorias". A Alfonso Zapater las novelas que más le interesaban de su producción inicial eran Siembra (Premio "San Jorge" de Novela) y El pueblo que se vendió (Premio Ciudad de Barbastro, 1978, que estuvo a punto de ser llevada al cine si hubiera obtenido las subvenciones adecuadas y fue protagonista de varios programas de televisión), que reflejan perfectamente la realidad social de los pueblos de Aragón. La última recuerda claramente la narrativa de la memoria propia de algunos grandes escritores actuales de ámbito leonés como José María Merino o Luis Mateo Díez, en la manera de describir universos decadentes próximos a su desaparición, con el eco evidente de Juan Rulfo y su Pedro Páramo, o la plasmación de la misma problemática en la forma poética que ya conocemos, en La lluvia amarilla de Julio Llamazares. Alfonso recibió el Premio Ciudad de Jaca con la novela editada por Planeta, Viajando con Alirio, en la que reconocemos el modelo clásico de la picaresca por esa sucesión de peripecias del protagonista, que ahora podríamos explorar en alguno de los personajes de la galería narrativa landeriana, como el dibujado en Retrato de un hombre inmaduro, por ejemplo, insólitas resonancias que convierten al autor aragonés en pionero de éxitos recientes. Probablemente, el logro novelístico de mayor trascendencia fue El accidente, finalista del premio Nadal, editada por Destino. En la entrevista que "La Vanguardia" le realizó a propósito del reconocimiento de la calidad de esta novela, que llegó a considerarse superior a la ganadora, Alfonso manifiesta su satisfacción por esa final conseguida a falta de ganar el premio, porque también a veces es necesario algún otro factor como la suerte y constata cómo "el arte, para ser tal, necesita perpetuarse". Con Los sublevados volvería a presentarse al mismo premio (segundo finalista), obteniendo de nuevo la aprobación generalizada de crítica y público, en esta ocasión con la recreación casi cinematográfica de la singular epopeya de la sublevación republicana de los capitanes Fermín Galán y Ángel García, en un proceso de reconstrucción novelada de los acontecimientos que tuvieron lugar en Jaca, a través de la visión de una serie de testigos que evocan años después lo sucedido con todo el rigor histórico que los hechos requerían.
Desde hace unos días, en Zaragoza ha surgido una iniciativa lanzada en una web de la librería "Los portadores de sueños" (www.rutasliterariaszaragoza.com), que permiten conocer los escenarios zaragozanos en que transcurren señaladas obras de reconocidos autores, que trazan distintas rutas literarias a través de las cuales conocer la ciudad con otra mirada y rescatar del olvido lugares ya desaparecidos o transformados. Así, Labordeta, Martínez de Pisón, Ana Alcolea, Sergio del Molino, Félix Romeo, Rodolfo Notivol, Sanz Barajas..., son algunos de los escritores que conforman "Zaragozas" literarias, sin que nos olvidemos, aunque aún no tienen su ruta, de Galdós, Sender o José Martí. Me permito añadir La ciudad infinita de Alfonso Zapater, una novela de crítica social, comprometida pero desdramatizada por el humor, en que la ciudad se convierte en la gran protagonista: calles, bares, ríos, puentes, locales de alterne..., se describen con realismo al que hay que añadir otro nivel de lectura simbólico en el afán de denuncia de la discriminación en la sociedad urbana actual (esta obra quedó entre las tres primeras finalistas para obtener el Premio Nadal). Citaré, por último, otra de las novelas más significativas en la tan amplia trayectoria narrativa de Alfonso, por su valor documental: Tuerto Catachán, una suerte de autobiografía novelada en la que homenajea a su abuelo materno, con el trasfondo de la guerra civil y en la que rememora los terribles recuerdos de aquel momento, bajo el prisma de un niño que vivió odios, venganzas y fusilamientos, que alterna con su visión de adulto en que él mismo es enviado a la cárcel de Carabanchel por injurias al Jefe del Estado, experiencia que le hizo descubrir que la paz de la posguerra era un espejismo, pues todavía existía una guerra soterrada entre vencedores y vencidos que le llevó a conocer de primera mano las cloacas del régimen franquista y que yo creo que le hizo relativizar posteriormente algunos aspectos de la vida que él siempre quiso ver con escepticismo o con un cierto desdén descreído que tal vez proviniera ya del sufrimiento que le produjo vivir el exilio de su padre, gran artista de la jota, como sabemos, en Francia y su encarcelamiento a causa de sus ideas políticas. (Para el resto de la narrativa y de la obra general de Alfonso Zapater puede consultarse a Juan Villalba, mientras que de alguna de sus novelas inéditas hablaré al final).
En una de las múltiples conferencias en las que Alfonso Zapater reflexionó sobre sus ideas literarias, su trayectoria creativa y la génesis de algunas de sus obras, "Autocrónica literaria", explica que escribe para que lo lean pero que no le gusta hablar de sí mismo, a no ser para dar testimonio de un quehacer literario en un contexto aragonés en que "la literatura tiene muy poco peso específico en el concierto nacional porque nosotros somos los primeros en volverle la espalda, en lugar de auparla". Siempre se mostró muy crítico en este aspecto, rebelándose contra esa falta de autoestima aragonesa que no entendía y contra la falsedad que observaba en los pseudoescritores, los "elaboradores" con ínfulas de superioridad: "hoy mismo, se nos sirve como novela lo que no lo es. Tenemos novelas cuyos autores no fabulan sino que elucubran, elaboran sobre un tema determinado y dan por bueno su trabajo. Excepcionalmente, rememoran hechos históricos, supliendo así su incapacidad fabuladora, su fantasía de creadores natos". De él afirma que descubrió sus dotes para la fabulación cuando observó que le "bastaba con partir de una simple anécdota para escribir una novela. Por eso arranco siempre de la realidad, en muchos casos, de una simple noticia aparecida en los periódicos". Es lo que ocurrió con El accidente, en que ficción y realidad llegan a confundirse, pero siempre prefiere la creación literaria, fabular, antes que narrar algo que ya ha sucedido. Así lo relata: "El accidente se produjo realmente, en el término de Villanúa (Huesca), cuando cuatro jóvenes regresaban por la noche de una despedida de soltero en Canfranc. El automóvil en el que viajaban cayó al río Aragón y murieron sus cuatro ocupantes. Pero nadie vio el accidente y transcurrieron catorce horas o más cuando descubrieron el automóvil siniestrado. Imaginé lo que pudo ser el drama de aquellos hombres, en el supuesto, más que probable, de que hubieran quedado malheridos, con tantas horas de soledad, sin que nadie acudiera a prestarles auxilio, desangrándose lentamente. No investigué lo más mínimo sobre el caso. Me puse a fabular sin más, y tardé quince días en escribir la novela que estuvo a punto de ganar el premio literario más importante de España de la época, en cuanto a prestigio".
"Al principio, cuando se emprende la difícil andadura literaria, es lógico sentirse espoleado por la impaciencia de publicar. Ello me llevó al periodismo, donde la inmediatez de ver publicado lo escrito está asegurada a diario, y también al teatro". "Lo que más me cuesta es cazar el argumento y su concepción. Una vez que tengo la novela pensada, el tiempo material de escribirla es lo de menos... Cuando me pongo a escribir, yo mismo me sumerjo en la propia fábula, en el ambiente de la narración y no vivo ni sosiego hasta que veo la obra terminada. Los personajes se me aparecen por la noche, sueño con ellos, no me dejan en paz hasta que cumplen, del principio al fin, la misión que tenían encomendada. Gozo y sufro con ellos y mi única liberación a tan feliz tormento -porque lo considero una felicidad- consiste en terminar la obra cuanto antes". Alfonso opinaba que se leía poco y de ahí las cortas tiradas, excepto para los best sellers o los premios literarios importantes, que consideraba a veces concertados de antemano. Y es que hoy domina el mercado. "Cabe buscar una base firme, sólida, que arranque de la realidad misma y urdir sobre esa base el entramado novelístico como una nueva realidad surgida de la fantasía del autor. Lo extraño, después, será ir descubriendo que la realidad inventada concuerda con acontecimientos que han sucedido así, como uno los ha imaginado. A mí me sucedió con El hombre y el toro, en que el drama de mi novela era el mismo que se había desarrollado en la realidad sin yo saberlo. Y volvió a sucederme con El accidente, hasta el punto de que los familiares de las víctimas acudieron a mí para que les diera la información que no habían podido obtener en el Juzgado "porque yo estaba en el secreto de todo". Una vez más, el poder fabulador me llevó a interpretar la realidad ignorada". En esta Autocrónica denuncia lo que se publica en Aragón, la labor de los críticos locales, la opinión de intelectuales que caen en localismos trasnochados y la existencia de camarillas de ignorantes, "papanatas", dice. No obstante, reconoce que él no mantiene guerras con nadie, aunque se manifiesta dolido con los que piensan en él como periodista antes que como escritor. Aunque no quiere pecar de falsa modestia, expone que su obra literaria figura en libros de texto de literatura para estudiantes, como representante de la novela social junto a Rafael Sánchez Ferlosio o Camilo José Cela, así como que el departamento de folclore de la Universidad de Chicago utiliza su Historia de la jota o que el catálogo internacional estadounidense Ling´s de escritores españoles menciona tres de sus novelas. En cuanto a los recursos formales, la técnica le preocupa tanto o más que el estilo, "la propia temática impone, por lo general, el enfoque que conviene dar a la narración. Cada novela plantea un problema técnico que es preciso resolver antes de ponerse a escribir". También le importan los personajes: "deseo que sean de carne y hueso, no de cartón piedra, personajes capaces de transmitir emociones a los lectores, porque el lector debe convertirse en protagonista también de la obra que lee". En "Autocrónica literaria" recorre igualmente su producción teatral, desde la fundación de compañías en Madrid primero y luego en Aragón, su labor como director, autor y actor y el entusiasmo por la renovación en la dramaturgia del momento que supuso el auge de un género no siempre valorado como se merece. El teatro le daba la oportunidad de hacer llegar al público lo que había escrito de una forma más inmediata, directa y sin interferencias (Alfonso recibió el Premio Nacional de Teatro "Miguel Hernández"). Como es su norma, cita un título significativo, Noche de pesadilla, del que "no sé dónde guardo el original". Los que lo conocimos en profundidad recordaremos cómo relataba sus estrechas relaciones con actores y actrices de cine, cantantes, artistas..., y yo intuyo que Alfonso valía más por lo que callaba que por lo que contaba... Finaliza la Autocrónica no renunciando a las raíces aragonesas intentando ser uno mismo para conseguir la originalidad.
Mi condición aragonesa no ha de servir, sin embargo, para encerrarme en los límites de nuestra tierra. La literatura, como todas las formas de cultura, carece de fronteras y hay que aspirar a crear una obra universalista, que pueda ser comprendida y sentida, por las gentes de cualquier país. No estoy en contra de la literatura costumbrista, pero la considero como simple entretenimirnto para andar por casa. La ambición de un escritor vocacional vuela más alto, se remonta a los espacios infinitos en busca de la libertad total.
En "Escritores periodistas y periodistas escritores" insiste en aspectos tratados en la Autocrónica con especial hincapié en la interrelación entre la narrativa y el periodismo, resaltando la gran diferencia entre el tratamiento de un tema con objetividad e imparcialidad y la creación de mundos producto de la imaginación o de la recreación de hechos reales a los que se añade la fabulación, sin que deba confundirse al erudito o "trabajador de la cultura" con el creador. De los primeros sobran y los segundos escasean. "Sé que hay escritores periodistas y periodistas escritores, y resulta harto difícil establecer el orden en que se produjo esa simbiosis. De igual manera, hay periodistas que no son escritores y al revés, por más que los primeros redacten correctamente o los escritores conozcan el mundo de la información. Yo sostengo que escribir es una vocación, aunque para su desarrollo exija, después, alcanzar unas cotas de formación muy elevadas. Se nace y se hace. No faltará quien argumente que el periodista también es escritor, puesto que vive del oficio de escribir. Naturalmente, su herramienta diaria es la palabra, pero el periodista puede formarse en la Universidad, su finalidad es profesional, algo que nunca podrá suceder con el escritor y menos aún con el poeta. En todas las épocas, el periodismo fue escuela de grandes escritores: Blasco Ibáñez, Baroja, Azorín, Delibes, Cela, Umbral, Hemingway y sus compañeros de la "generación perdida"... El periodismo enseña, proporciona una gimnasia mental tan importante como necesaria, que permite encarar con mayor facilidad cualquier empeño de mayor envergadura de cara a la creación literaria. Yo nunca agradeceré bastante al periodismo la deuda contraída con él, y si mi vocación primera fue la de escritor, tampoco renuncio ahora a la de periodista, pues gracias a esta actividad he podido saber más profundamente de mi tierra y de mi gente y llegar al análisis de muchos acontecimientos que por haberse quedado grabados en la hondura del alma, me han servido para dar vida a un libro".
Como en la "Autocrónica literaria", arremete contra la crítica especializada en literatura por su arbitrariedad y falta de coherencia, entre otras razones, aunque no sea así siempre en todos los casos, de tal forma que en lugar de orientar al lector convenientemente, hacen pasar por geniales muchas obras mediocres, sin fomentar la afición por la lectura, así como contra la existencia de determinados premios que no son concedidos con criterios de calidad ni deben constituir la meta de un escritor, aunque Alfonso Zapater no pretendía generalizar mostrándose él mismo como integrante de jurados que otorgaban premios importantes en múltiples ocasiones y reconocía que, a veces, su obtención era la única forma de conseguir la publicación de una obra. En este mismo texto sobre periodismo, el escritor también reflexionaba sobre los géneros que había abordado a lo largo del tiempo, algunos propuestos como un reto en su labor creativa (la historia, el ensayo, el teatro, la miscelánea enciclopédica, los libros de viajes, la biografía, la poesía, siempre...), pero esencialmente, ese en el que se encontraba más a gusto, la novela. El periodismo le sirvió de punto de arranque para hacer posibles esos empeños literarios: Cuando se está en contacto diario con la realidad, cerca siempre de la condición humana, los temas surgen solos y es más fácil encararlos y desarrollarlos, pues basta con reposar el ejercicio diario de la profesión y dejar que la palabra remonte más altos vuelos. Yo siempre he mantenido que un buen reportaje equivale al capítulo de una novela; la diferencia estriba en que la novela debe tener más vida interior. Pero también insistía en el tremendo poder de la fabulación y las enormes posibilidades de la imaginación creadora, capaz de crear mundos y personajes tan reales o más que los de la vida (eso que comprobó con alguna de sus novelas). Una noticia o una anécdota son capaces de levantar el complejo edificio de una novela, pero no le interesaba la biografía como material de primera mano para novelar: "¿Cuántos van diciendo por ahí que su vida es una novela?" (o lo que es lo mismo "confieso que he vivido", como si la vida de cualquiera no mereciera ser contada), porque era un recurso que revela escasa imaginación creadora, aunque el trabajo fuera lícito como recreación literaria. Periodista y escritor: no se contradicen ambos conceptos sino que se complementan. El estilo periodístico es directo y tiende a simplificar, práctica ventajosa para el escritor que sabrá escribir las historias con el mejor lenguaje, con la estructura y la técnica que exija el tema de cada novela para evitar que sean todas iguales. Para ello, el escritor cuenta con el tiempo que desee para cuidar el lenguaje, a diferencia del periodista que se debe muchas veces a la urgencia de la noticia, a un trabajo informativo diario, sin poder madurar las ideas y adornar los conceptos, teniendo que escribir no de lo que quiere o le gusta sino de lo que imponen las circunstancias de cada momento, generalmente, aunque de lo que se trate es de escribir lo mejor posible, pero Alfonso tampoco creía que la inspiración fuera lo fundamental en la creación literaria, sino que en sus tres cuartas partes eran el trabajo, poseer ideas y dominar la lengua la base de la esencia narrativa de calidad.
Desperdigada por diferentes lugares, la obra inédita de Alfonso Zapater merecería una adecuada recopilación y su análisis y estudio detenido. Yo destacaría tres novelas de épocas diferentes de las que ignoro los motivos por los que no fueron publicadas, aunque, dada la magnitud del conjunto de títulos, tal vez la razón solo se debiera a la ausencia de tiempo material para hacerlo, teniendo en cuenta la monumentalidad de lo publicado así como la amplia cantidad de originales que han quedado por salir a la luz y su dispersión. O quizá fueran otras las causas... En cualquier caso, él mismo determinó que los planteamientos de su obra no publicada eran los mismos que los que ya se conocían. Presentó la novela La mecha al concurso "Blasco Ibáñez" de Valencia, en el que quedó finalista. Aparece fechada en 1984, año de la finalización de su escritura. Curiosamente, fue comenzada nueve años antes, algo extraño en él cuando la elaboración de una novela no solía abarcar más allá de algunos pocos meses o incluso días en alguna ocasión. Ambientada en tierras venezolanas, finaliza con un "Vocabulario sobre los americanismos y venezolanismos contenidos en La mecha que pueden ser de difícil interpretación". Recordemos que Alfonso Zapater había escrito en 1971, Venezuela, paso a paso, un libro de crónicas viajeras tras su estancia en el país. Y que su amigo Camilo José Cela había publicado en 1955, La catira, por encargo del gobierno venezolano a mayor gloria del coronel Marcos Pérez Jiménez, y que formaba parte de un ambicioso proyecto de varias novelas sobre el país. Como no gustó esta primera novela -aunque en España recibió el Premio de la Crítica-, sobre todo por la no conveniencia del lenguaje autóctono utilizado según los expertos venezolanos, el proyecto terminó con esta primera novela. También se recoge en ella al final un glosario de términos venezolanos, que es de suponer sirviera de ejemplo para la obra de Alfonso Zapater. La mecha -subtitulada "Muerte para un dictador"-, como gran parte de sus obras, contiene la denuncia de las condiciones de vida del mundo rural y sus miserias, supersticiones e ignorancias, y la lucha por la supervivencia, la conquista de la libertad y de los derechos humanos democráticos, por medio de la subversión del pueblo frente a la dictadura del poder. Es una de las novelas más complejas del escritor, con numerosos personajes del mundo indígena que representan a una sociedad primitiva y oprimida. Alfonso Zapater realiza una crítica valiente describiendo el deseo de los más desfavorecidos por liberarse de un caciquismo injusto. Con un estilo y lenguaje innovadores, La mecha es una novela muy diferente a las publicadas por el autor, una novela, por cierto, de gran actualidad, aunque se sitúe en otra época también vergonzante y triste para Venezuela.
No es posible datar la novela Derecho a huelga con exactitud, pues el autor no consignó la fecha al final de la obra, como lo hacía habitualmente. Por lo que conozco, barajó otros títulos similares para quedarse con el definitivo, eran: "La huelga" y "La huelga de Emilio, el Cojo" que alude a uno de los protagonistas. Presenta una galería de personajes de baja extracción social, muy del gusto del novelista, que podemos también observar en La ciudad infinita, por ejemplo, que reflejan el conflictivo e insolidario mundo laboral de los obreros desamparados ante la ausencia del pago de sus salarios por parte de la empresa a la que pertenecen. Son seres angustiados, sometidos, tiranizados y de alguna manera utilizados por un sistema económico en crisis. El ambiente, en esta ocasión, es urbano, aunque la abstracción espacio-temporal no permita más que elucubrar que tal vez esos personajes denominados por unos degradantes apodos ("el Caraguardia", el Roña", "el Miraclaro"...), trabajen en una fábrica del extrarradio de Zaragoza (hay que cruzar un puente sobre el río para llegar al polígono industrial), hombres desheredados y cautivos de "las castas", según leemos, para los que el escritor pide dignidad. No es difícil adivinar el contexto histórico puesto que el salario de los obreros se fija en pesetas y la fábrica es de metalúrgica. Alfonso Zapater reclama, como tantas veces, justicia social y critica una legislación anacrónica que castiga las manifestaciones y huelgas del trabajador y reivindica en su nombre la necesidad de convenios adecuados y la mejora en las condiciones de vida de los que dependen de un salario mínimo que a veces ni se cobra. A pesar del clima asfixiante que envuelve este universo abusivo, improcedente y despótico, en que la muerte es el último eslabón de la cadena, el constante diálogo fluido, el dinamismo que otorgan las expresiones breves y la rapidez del ritmo secuencial consiguen compensar el desarrollo opresivo del tema y la intencionalidad del desenlace. Como en el caso de la novela a la que antes me referí, Derecho a huelga responde al interés de universalización por parte del autor de un asunto que trasciende espacios e ideologías y traspasa la historia...
La novela Otoño rosa, escrita el 1991, se conserva en un documento manuscrito de letra no muy legible, de trazo suelto, y con abundantes correcciones. El título, metafórico, responde a un estado anímico del escritor especialmente esperanzado tanto por lo que se refiere a sus experiencias vitales como a lo que se narra en la obra, y así lo manifiesta desde la cita inicial: "Hay jóvenes que nacen viejos, y viejos que mueren jóvenes". Alfonso Zapater cuenta los acontecimientos que suceden en un pequeño pueblo habitado por 27 personas ya en edad otoñal, en trance de desaparición. Pero, además, traza un mosaico de historias de vidas llenas de recuerdos, soledades, sueños, renuncias e ilusiones frustradas. El pueblo es un lugar idílico y placentero, pero la emigración lo ha alejado del progreso y es necesario revitalizarlo de alguna manera para salvarlo y que pueda llegar a ser lo que fue, para lo que intentan recuperar las tradiciones y costumbres festivas, y convertirlo así en un reclamo turístico en una especie de "alabanza de aldea" con un punto de nostalgia. Una serie de hechos truculentos que alteran la cotidianeidad, no impedirán, sin embargo, que al final se produzca un episodio inesperado que logra conseguir el objetivo no sólo de sacar al pueblo de su ostracismo sino de aportarle nueva vida: el nacimiento de un niño, que asegura el futuro de lo que nunca debería perderse, uno de los temas ante los que el escritor era más sensible y al que dedicó gran parte de su obra. En la novela tienen cabida pensamientos, reflexiones y evocaciones del pasado, en una mezcla equilibrada con el relato de la interconexión de las vidas de los 27 personajes, lo que consigue con una técnica depurada y variada que va acentúando gradualmente la tensión narrativa y que se sirve de la alternancia en los puntos de vista utilizados, los saltos en el tiempo, o la utilización de recursos estilísticos de géneros narrativos clásicos, como el folletinesco o el de la novela policíaca, así como de la imagen cinematográfica. Una novela moderna.
Afirma Juan Villalba, muy acertadamente, que Alfonso Zapater era un escritor de raza, de esos "eficaces en su trabajo y caóticos en sus biografías, capaces de escribir sobre cualquier cosa en cualquier momento y de cultivar todos los géneros sin distinción, acostumbrados a la ácida magia de volver a casa, como diría otro maestro de la profesión, José Luis Alvite, "con las llaves de otra puerta y pillar dormido al reloj despertador". Alfonso Zapater, al que escuché definirse como un hombre temperamental y apasionado, sentimental y lunático, a veces supersticioso, pero al que le gustaba ir de frente y por derecho, continuaba siendo ese mágico aprendiz de todo, que se recuperaba de su vejez infantil en el otoño de su vida. Ya no existe ese escritor de raza. No existe él pero tampoco ningún otro. Su crónica literaria y vital tiene nombre: elegancia. La elegancia en el decir. Porque él lo era.
* Fotografía de Alfonso Zapater, cortesía de "El País"
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