miércoles, 21 de diciembre de 2016

El arte por arte de magia: LUIS LANDERO




                              ... pues no había sido otro mi deseo de poner en aborrecimiento de los hombres las fingidas y disparatadas historias de los libros de caballerías, que por las de mi verdadero don Quijote van ya tropezando y han de caer del todo, sin duda alguna. Vale.

                                                                Miguel de Cervantes (Don Quijote)


                                                                                                    y déjame muriendo
                                                                                                    un no sé qué que quedan balbuciendo.

                                                                                                         San Juan de la Cruz


                               Y así vamos adelante, botes que reman contra la corriente, incensantemente arrastrados hacia el pasado.

                                                                   F. S. Fitzgerald  (El Gran Gastby)



   
               
                                      En los próximos días saldrá a la luz una nueva novela de Luis Landero, tras la publicación de El balcón en invierno, en 2014. ¿Qué sorpresa nos deparará en esta ocasión? "Quién sabe lo que surgirá. Ha habido una época de mi vida en que me he esforzado y he escrito cosas que hoy no hubiera escrito. Mi padre se me colaba por todos lados en los libros. Creo que, al desenmascarar la ficción, o enmascararla de otra manera, lo he conjurado", declaraba a propósito del repentino cambio narrativo producido en esa novela en la que, después de una trayectoria caracterizada por una narratividad reflexiva, contando historias de otros -personajes reales o no, trasuntos velados del autor casi siempre-, el escritor, esta vez protagonista, nos daba cumplida noticia del comienzo de su vida recordando lo que la memoria le ofrecía en el mismo momento de la escritura, cual Lázaro moderno. Pero tal vez, el anónimo "por extenso" se prolongue ahora en la siguiente entrega, teniendo en cuenta que la última edad exacta y precisa que cita Landero en El balcón... es la de veintiún años, por lo que quedarían evidentemente momentos esenciales, fundacionales, iniciáticos, de su vida, pendientes del recuerdo y de ser escritos, aunque muchos aparezcan entreverados en otros libros o de forma más nítida, como en El guitarrista y en Retrato de un hombre inmaduro, -en este caso, reflejando trazos caracterológicos identificadores de su personalidad.


                  Pero aun suponiendo que sean otros los disfraces, las aventuras, las dudas y los miedos, las paradojas, los afanes y los conflictos, los sueños o los mitos..., ¿con qué encantamiento malabar nos asombrará?, ¿cuál será la música de la sintaxis, el tono de su voz?... Con El balcón en invierno las palabras se convierten en cantarinas, naturales, como si en lugar de leerlas las estuviéramos escuchando, como si la autenticidad y verdad del íntimo y cálido impresionismo invisibilizara cualquier clase de técnica o estilo (ese "no sé qué"), o más bien, como si lo peculiar consistiera en que esa genuina sencillez y finura conseguidas a ritmo y compás, con jeito y sin apuro, transparentara la melodía de la oralidad milenaria de la tierra extremeña en que nació y se crió. Con la manera clásica del "escribir como se habla", Landero acierta así en convertir sus circunstancias biográficas -la infancia como patria personal y paraíso perdido- en motivo literario para conseguir la perdurabilidad que persigue dando testimonio cultural de su familia, de lo rural, de lo que tal vez se pierda sin remedio en un entorno en el que parece que importan poco los valores morales humanos. Al fin y al cabo, la narración compartida es, para él, el único medio de acceso a una relativa plenitud existencial, una estética de la salvación y del ejemplo. El balcón en invierno sintetiza el universo literario proyectado en Juegos de la edad tardía, germen, a su vez, de las siguientes ramificaciones narrativas que han configurado un sistema literario propio (fantasía más ensoñación más realidad).






                  Así, por ejemplo, los momentos transformadores de la vida de un personaje se articulan no sólo a través de la contingencia sino también del detalle, de la observación detenida con paciencia de algo concreto, de la funcionalidad de las primeras veces, reales o no, en unas novelas de aprendizaje y educación del que huye permanentemente en búsquedas sometidas a la sorpresa maravillosa. Son experiencias mínimas, simples en la superficie, hechos cotidianos de poco relieve en apariencia pero que arraigan en el alma, que cobran densidad en el fondo, momentos mágicos en los que los personajes toman conciencia de sí mismos o de su realidad y excusas insignificantes que ponen en marcha la maquinaria narrativa (la epifanía joyceana o el McGuffin de Hitchcock). El texto que sigue pertenece a Retrato de un hombre inmaduro. Aunque no existen protagonistas femeninas en las novelas de Luis Landero (yo espero anhelante todavía una Madame Bovary landeriana), la galería de secundarias es abundante y sobre todo, significativa, puesto que aparecen continuamente rodeando al personaje principal, a veces, como mujer fatal, otras, como protectora o burladora, o bien, mostrándose como inalcanzables..., papeles muy apropiados para completar la caracterización del personaje inseguro emocionalmente. No obstante, el protagonista podría cambiar el nombre por el de una mujer y sería indiferente, o tal vez no, tal vez el hombre de las novelas de Landero sea incapaz de relacionarse con mujeres que no cumplan con los rasgos de estas secundarias (aunque, a veces, sean secundarias de lujo por la magia de las palabras):


            Y, por cierto. Al relacionar el amor y el comercio se me ha venido a la memoria algo que me ocurrió la mañana del 2 de enero de 2002. Fue mi primera transacción en euros. Para la cajera del supermercado era también su primera experiencia. Había un nerviosismo placentero por parte de los dos. Aquella mujer -de mediana edad, vestida malamente con una bata azul, siempre fea y antipática- aquel día sonreía como una niña y al sonreír el rostro se le iluminaba de tal modo que transparentaba una capa hasta entonces oculta de encanto, de belleza, de erotismo, yo diría que hasta de lascivia. Tenía desplegadas ante sí las piezas del nuevo puzle monetario. Yo le di un billete de veinte. Ella emitió un gritito. Dijo: "Quizá sea un billete demasiado grande para alguien inexperta como yo". Yo le dije:"Tranquila, serénate, no tengas prisa, ya verás como nos sale bien". "Es que estoy muy nerviosa", dijo ella. "Es la primera vez". "También yo", le dije. Al recibir el cambio, retuve sus manos y la miré intensamente a los ojos. "Cómo te llamas?". "Charo". "¿A qué hora sales de trabajar?" Apenas tenía aire para hablar: "A las ocho".
          Y esa tarde, a las ocho en punto, allí estaba yo esperándola, con unas flores en metálico para negociar la nueva transacción que el azar, y el lenguaje, nos habían concedido. 





                    En la vuelta al pasado recordando con nostalgia y melancolía pero con un tono contenido a su padre, en El balcón en invierno, Landero marca el cambio del signo de los tiempos contraponiendo el campo a la ciudad y la forma de vivir de una época condenada al olvido que debemos tener presente para seguir disfrutando de lo natural pero sin repetir sus momentos trágicos. La evocación se produce rememorando, entre otros detalles, el primer viaje de su padre. Un viaje a la guerra y sus escenarios. Por lo general, las novelas de Landero se han desarrollado en una abstracción espacio-temporal del mundo mítico representado por su universalización, excepto cuando el lugar concreto de la historia se ha referido a Madrid, Extremadura, Castilla o La Rioja. El recuerdo de sus héroes le permite al autor preservar un diálogo con los familiares y amigos fallecidos y así mantenerlos vivos en su memoria, y para siempre, en los libros. La relación con su padre fue muy dura y, quizá, habiendo sido la musa primera de su obra, si lo ha conjurado como uno de sus fantasmas o demonios interiores, es para finalmente ser dueño de sí mismo y de su libertad, comprendiendo en este momento por el poder extraordinario de la palabra, (... a mi me gusta abrir al azar queriendo oír en la escritura la voz vibrante de mi padre leyéndoles a los segadores...), la razón de su actitud con él:


             Mi padre, por ejemplo, como muchos otros, viajó por primera vez por el servicio militar, y más le hubiera valido quizá, dicho sea de paso, no haber salido nunca del lugar olvidado del mundo en que nació. Le tocó en Seu d´Urgell, y estando allí estalló la guerra, y entonces comenzó para él una experiencia esencial, que forjaría su carácter y lo marcaría para los restos.(...) Cuando por fin llegó una carta suya, ya estaba en el bando nacional en Zaragoza, sano y salvo, pero ahora los otros lo habían condenado a muerte, y en cualquier momento podía cumplirse la sentencia. Entonces mi abuelo Luis, el pionero, partió de urgencia a Zaragoza con cartas de acreditación y llegó con el tiempo justo de salvarle la vida.(...) En Zaragoza va a los toros y se queja ante su padre de la poca casta del ganado y de la mala actitud de los toreros de hoy, que solo vienen a llevarse el sueldo. Cuando escribe en plena batalla de Teruel, cuenta que son las dos de la mañana, que han hecho una gran fogarata para calentarse, que están bebiendo un café riquísimo y que quizá mañana, si hace buen tiempo y no hay que combatir, salga con la escopeta a dar una vuelta por la retaguardia. Había visto muchos horrores, y en sus cartas dice que ya los contará a la vuelta, si es que hay palabras para contarlos, así dice, pero añade que ya se ha acostumbrado al horror (...) Su itinerario fue: Barcelona, Zaragoza, Teruel, Lérida, Castellón, Tarragona, Barcelona otra vez (donde vio por última vez el mar) y Madrid, por no mencionar poblaciones menores como Cariñena, Manresa o Alcalá de Henares.
         (...) El viaje a Zaragoza fue el único de importancia que hizo mi abuelo Luis en toda su vida. Asombra pensar en cómo ha cambiado el mundo en tan poco tiempo y en cómo los viajes, incluso a lugares exóticos y remotos, se han convertido ya en una rutina y un capricho.






                   Desde pequeño, Luis Landero quiso ser escritor, o mejor, narrador, contador de historias. A ello se fue aplicando con la lectura de los libros que podía adquirir, pero sus primeras veces fueron poéticas, componiendo poesías para sus amores infantiles, reales o imaginarios -porque se confiesa enamoradizo-, y escribió poemas según transcurrían sus desengaños amorosos. Para él, la poesía es el género central de todo lo demás: ella nos permite franquear la puerta del misterio de la vida. Sin embargo, sólo lo cultiva para consumo propio. A través de ella, se enamoró inicialmente de la connotación de las palabras y luego le importaron más su funcionalidad y significación, alcanzar el equilibrio con la belleza. De la mágica y misteriosa materia evanescente está hecho lo esencial del arte, lo inefable. La poesía le ha ayudado a cultivar el imposible, a depurar las secretas vivencias, a jugar con los trucos del lenguaje y saber lo que no se debe escribir, a seleccionar lo memorable, a aspirar a mejorar y perfeccionar su obra para llegar a ser el artista que quiso ser y obtener el merecido nombre de escritor. Dice en El balcón...: La poesía me hizo fuerte y me asignó un lugar en el mundo... aquella Amada de ficción resultó ser la verdadera, la perdurable, el único amor auténtico que he llegado a conocer en la vida. Por tanto, no ha publicado poemarios y sólo encontramos alguna leve muestra poética dispersa inserta de forma funcional en sus narraciones. Pero así como de tapadillo, tímidamente, como simples travesuras poéticas, para ver si no nos damos cuenta o las encontramos jugando, aparecen dos poemas que, dada la trascendencia del autor reproduciré, como únicos ejemplos publicados del poeta Luis Landero:


            Por la oscura cañada
            el zorro de la fábula se acerca,
            baja a beber el agua tan callada
            que desborda la alberca,
            donde la higuera acuna
            el sueño general de los lirones
            y la culebra teje un laberinto
            que confunde a la luna,
            y en oro de limones
            traza la oscura trama de su instinto.


            Bajamos a la huerta.
            Recuerdo bien que mi madre vestía,
            como al desgaire, una rebeca abierta,
            y era tan claro el día
            que sólo la ternura nos pesaba,
            mas el jazmín dolía con su fragancia
            y la edad era un duelo.
            "¿La belleza va a crédito?", pensaba,
            "derrochemos la efímera abundancia,
            ahora que es nuestro el cielo". 

             
                        Cuando se ha asentado el vértigo ante la condición humana, de pronto, brota la creación, la invención, la sustancia moral y la belleza verdadera. A veces, ante el fracaso de vivir para morir, se descubre la paradoja y el sabor agridulce de la suerte, el humor, o la ilusión que se crea ante una página en blanco o un vacío tapete donde se tiran dados o se echan naipes a ver qué pasa... Entonces, sólo la palabra tiene el poder: sólo el hechizo vertebra la esperanza.



                   





                                                                   Carlos Cano   ("Habaneras de Cádiz")    


                 

         

         

lunes, 5 de diciembre de 2016

El Mesón que contiene la vida






                                            Pensar que en esta vida las cosas de ella han de durar siempre en un estado, es pensar en lo escusado, antes parece que ella anda todo en redondo..., y así torna a andarse el tiempo con esta rueda continua. Sola la vida humana corre a su fin ligera más que el tiempo...


                                                       Miguel de Cervantes  (Don Quijote)



                                        Actúa de la manera en que te gustaría ser y pronto serás de la manera en la que actúas.

                                       El amor no tiene cura pero es la única cura para todos los males.


                                                             Leonard Cohen





                                         Mucho tiempo atrás, encontré un tesoro casi escondido de sorprendente riqueza en un espacio envuelto en aura marina con sabor a cálido hogar, silencioso, profundo, donde el olvido era imposible y la luz se tamizaba contra las tinieblas del tiempo. En el lugar se respiraba pureza y parecía prometer deleites misteriosos para los sentidos y las emociones... Desde entonces, mis regresos transcurren por aposentos, salitas, habitáculos y pasillos entre objetos desconocidos o que despiertan recuerdos que la memoria acerca definitivamente cuando recrea ambientes domésticos, laborales, intelectuales y festivos, como si buscaran complicidades en la observación de su identidad: ahí, la supervivencia; más allá, los oficios que indultaron los años; cerca, una almazara, un calvario, un mostrador de antigua taberna (del Perchel procede), o la barquita ("Victoria", se llama)..., y si quizá, entonces, rodeo el patio central con su pozo hechicero alrededor del que todo se aferra, casi tropiezo con una fire pump de Torre del Mar, o con esos sinuosos aperos de labranza, artesanías de esparto, caza, apicultura, queso y pasas, y si como en el juego del escondite, cruzo, subo o bajo, entonces surgen de repente un humero, detalles taurinos, carnavalescos, y carteles festivos que anuncian "veladas de luz eléctrica", "fantoches, globos y cucañas" o "batallas marítimas de serpentinas"... Pero si el atajo me conduce a algún recinto donde alargo la captura del instante, el sueño se apodera de un pasado floreciente y me percibo escribiendo en el elegante despacho de Arturo Reyes (¿Cartucherita o La Goletera?), o tocando el piano con ropajes de rico adorno en el gabinete contiguo, tan íntimo, tal vez alternando la música con el encaje de bolillo, mientras espero a que se vayan quién sabe qué incómodas visitas para las que el tresillo ya se ha adaptado a posturas "envaradas", y paso al dormitorio en el que nacerían niños en un sillón de partos que nunca imaginé, para adormecerse luego a la lumbre del brasero o al vaivén de la cuna de madera, y más adelante, entretenerse con sus casitas de muñecas y otros juguetes...






                 Estoy en una antigua hospedería o posada del siglo XVII: el Mesón de la Victoria, un edificio con encanto típico de la arquitectura popular. Hoy es el Museo de Artes y Costumbres Populares de Málaga. La memoria, caprichosa, ha ordenado -o mejor, desordenado- el contenido, colocándolo a mi aire según lo admiro en cada ocasión. Pero la reconstrucción de las diversas actividades de la vida cotidiana malagueña desde el siglo XVIII hasta el XX es tan perfecta y completa que, sin duda, no puede haber mejor referente para conocer Málaga, su provincia y sus gentes que este Museo, donde los fondos se hermanan con el contexto con tanta exactitud y los objetos exhibidos con su entorno arquitectónico, que el visitante se siente como en casa. Para una exhibición etnográfica de esta índole, se cedieron inicialmente unas dependencias de la Sociedad Económica de Amigos del País, y en 1971 se compró el Mesón, entonces abandonado y ruinoso, que se restauró y acondicionó para su conversión en un museo de arte y vida, y como vehículo de exposición de las investigaciones del patrimonio antropológico de esta tierra andaluza. Así se inauguró en 1976: la historia local, la cultura y el medio ambiente concreto, cotidiano y más elemental del hombre unido a lo más intelectualizado como el folclore, por ejemplo, se convirtieron en material científico investigable donde el objeto identifica una circunstancia singular, para convertirlo en exponente de modo de vida, evocador, incidiendo en una valoración estética basada en la relación forma o utilidad, y función: los objetos no tienen tiempo ni medida, sólo huella...


                    Con este criterio, se seleccionaron y ordenaron una muestra de piezas dispersas y en peligro de desaparición, que resumen la esencia de Málaga como provincia y ciudad a través de una representación de toda su variedad. El Mesón de la Victoria se construyó sobre un solar ocupado por otra hospedería en el siglo XV, que pasó por donación de los herederos del propietario, Miguel de Araso -repostero de camas de los Reyes Católicos-, al convento de la Victoria. Los frailes Mínimos la ampliaron con una bodega que atesoró más de mil arrobas de vasijas, y edificaron una vivienda superior. Una obra posterior destruyó prácticamente las construcciones realizadas, concibiéndose para uso de mesón tal como ha llegado hasta ahora. La transformación en Museo la realizará el arquitecto malagueño Enrique Atencia, con el patrocinio de Unicaja y contenido privado. Sobre una planta cuadrangular que se prolonga en forma de trapecio hacia el fondo de las caballerizas, las dependencias se distribuyen en torno a un patio interior con galerías baja y alta sobre columnas donde desembocan las cubiertas de teja morisca, rasgo característico del pueblo malagueño, según J. Moreno Villa, perviviendo también el carácter italianizante y la influencia de los fundaq islámicos, como ha estudiado J. Temboury. Su reconversión hasta el siglo XX en casa de vecinos nos habla de su adaptabilidad a usos domésticos, lo que nos transmite esos sorbos de vida con sus ritos que invitan a la meditación...






                    El Museo propone distintos recorridos para su visita según el relato que nos inspiren las piezas conservadas. Una panorámica general resulta insuficiente, en mi opinión, ya que sólo nos aportaría una primera aproximación. Según nuestros intereses concretos, podrían aconsejarse al menos cuatro itinerarios generales, o girar la visita sala por sala (ocupan los dos pisos), o bien disfrutarlo en libertad donde el asombro nos lleve... Yo tengo la suerte de haberlo admirado desde todas estas perspectivas, y de seguir haciéndolo, ventaja que me aporta residir en su atractivo entorno. Un recorrido ambiental ofrece la percepción de aspectos domésticos y laborales de las clases populares malagueñas, planteando la comparación entre los mundos rural y urbano a través de las diferencias de las estancias de habitaciones representadas (burgués: gabinetes, despachos, salones, otras salas...; popular: cocina, comedor, dormitorio rural, etc.), o las matizaciones existentes entre los trabajos respectivos (urbano: imprenta, litografía, bordados, carpintería, cerámica, forja, obradores...; rural: viticultura, pesca, ganadería, transporte, oleicultura, enología, apicultura...). El recorrido donde se materialice un oficio específico supondría otra opción, la de identificarlos con las piezas correspondientes de corte artesano como es el caso de la carpintería, apreciada en el mobiliario, o en objetos de madera útiles para otras actividades y oficios como el de sillero: muestras curiosas serían el "banco-arcón" o el "sillón de lira", una de las joyas más interesantes que se conservan en el museo. La cestería se representa en trabajos realizados con fibras vegetales como el esparto, palma, pita, enea, vareta de olivo..., que aparecen en cerones, aguaderas, capachas y cabezales, cinchas y bozales para animales de carga. De ahí, la alpargatería, con ejemplos como las denominadas agovías para la pisa de uva. Muchas de estas piezas se encuentran en desuso por el proceso de industrialización, aunque también en algún caso se ha producido el fenómeno de la reconversión o aún continúan vigentes -como las que intervienen en una matanza, aunque hayan cambiado los materiales a veces pero se sigan los mismos ritos y se utilicen las mismas formas (como las trébedes para soportar los calderos de cocer las morcillas, la mesa tocinera, etc.)-, y así se mantiene el "piporro búcaro", o sea, el botijo.


                       Lo lúdico, en sus vertientes festiva y folclórica, constituye uno de los medios de expresión popular más completo, conservándose aún en toda su pureza las más genuinas representaciones: verdiales, quema de los "júas" en la noche de San Juan, pastorales navideñas, maragatas de Comares o correderas en Villanueva del Rosario. Todo ello podría implicar un nuevo recorrido: la artesanía complementa a la fiesta mediante las indumentarias, instrumentos musicales, la escenificación de los bailes por medio de las figuras de barro, como la panda de verdiales de Carmen Pastora, o de los boleros y zorongos del siglo XIX de los escultores Gutiérrez de León o los Cubero, la tauromaquia y los carteles de festejos o de Semana Santa. Allí conocí más por extenso, a través de sus objetos, la exótica historia de la bailarina de cuplés Anita Delgado, que llegó a ser Princesa de Kapurthala al casarse con un maharajá hindú, como si fuera la protagonista de una novela más que de una realidad, pero ignoraba que fuera malagueña. La Málaga histórica presenta sus señas de identidad en los momentos más brillantes de su trayectoria, y podríamos señalar este como el recorrido más genuino: la época romana, en la que alcanzó el título de municipio ( Lex Flavia Malacitana), con gran actividad comercial consecuencia de la calidad de sus productos agrícolas, marítimos y de salazón (el garum); el periodo islámico, especializándose en productos como los higos, pasas, almendras y el aceite, o suntuarios (loza dorada, sedas, plata) y el siglo XX, de industrialización y progreso con una supuesta modernidad que facilitó el desarrollo de la burguesía. Expresiones de personalidad única a la que contribuyeron siempre su clima y el mar, sin olvidar la vocación comercial de los fenicios.







                       En el siglo XIX, Málaga era denominada "la ciudad de las mil tabernas y una sola librería", en frívola y tópica alusión a la ausencia de vida cultural que no parece tal si observamos por el museo tantos datos que inciden en aspectos intelectuales, lo mismo que ocurre con su condición marinera que, en alguna ocasión, no presenta un papel dignificador, como ocurre con la figura del charrán, hombre de mal vivir de las playas malagueñas, como lo definió Teófilo Gautier y poetizó Leoncio Talavera con su cuadro "El cenachero". El mundo agrícola se centraba en el cultivo de la uva, generadora de riqueza económica y étnica (como vendimiadores llegaron muchos extranjeros durante el siglo XVIII), que también potencia esa imagen placentera asociada a los vinos y enlazada a la constante comercialización de pasas e higos, pero con un cuidado refinamiento en sus embalajes que ratifican la conciencia de competitividad mercantil, cuyo peso se hace notar en la burguesía industrial y es la razón por la que el mundo burgués tiene una presencia tan destacada que confiere una personalidad distinta a este Museo en relación a otros del mismo tipo. La atracción sobre la ciudad influyó en el auge del turismo y sus consecuencias: el souvenir o recuerdo, con las figuras de los barros representando personajes populares, tipificados en versiones de bandoleros, manolas y manolos, gitanos, bailaores, caballistas..., algunos utilizados como tapones de botellas, volviéndose a unir vino y tipismo como condensación ejemplificadora y ambivalente de lo extrapolable de la provincia: claves perfiladoras del pueblo a través de sus actividades cotidianas, algunas en desuso pero no perdidas gracias a su presencia en este Museo.





                                                                                     Museo del Vino


                         Efectivamente, Málaga es tierra de vinos desde tiempo inmemorial. Existen vestigios del cultivo de la vid y elaboración de vinos desde el siglo VIII a.C., con el paso del tiempo mundialmente conocidos. Su ubicación geográfica y clima hacen inmejorables las condiciones para el cultivo de la vid y la producción de diferentes tipologías de vinos de calidad. Actualmente, más de mil hectáreas de viñedo se dedican a esta actividad, repartidas entre los municipios que conforman las cinco zonas de producción vitivinícola: Axarquía, Montes de Málaga, Norte, Serranía de Ronda y Manilva, mientras que las Pasas de Málaga amparan 1.300 hectáreas de viñedo. No extraña, por tanto, que se le haya dedicado al vino un museo, el que "descubre mil sensaciones", ubicado en el antiguo Palacio de Biedmas, del siglo XVIII, no muy lejos del antaño Mesón de la Victoria: es el Museo del Vino de Málaga que expone más de 400 litografías (etiquetas y carteles de fines del XIX y principios del XX), botellas y piezas singulares (cartelas, piedras litográficas, estuches de pasas y material promocional de las bodegas malagueñas de esas épocas). El Museo explica la historia del vino desde los fenicios a la actualidad, su geografía con amplia descripción de las zonas de producción, y cualquier cuestión referida a la viña (la planta, variedades y prácticas de cultivo en injerto, poda y asoleo), el conocimiento de la obtención del mosto, y las crianzas y tipos de vinos con denominación "Málaga" y "Sierras de Málaga", así como la de "Pasas de Málaga". El etiquetado es tan variado que representa tanto a personajes históricos como a todo tipo de referencias al arte y la liturgia o muestra al vino como la panacea universal siendo útil hasta para los enfermos. Los Reyes Católicos otorgaron la primera cédula que amparaba como "Señores de las Viñas" a sus propietarios. El vino es un placer que se siente, por lo que allí percibimos aromas de lo más variopinto: jazmín, canela, lavanda, avellana, vainilla, hiedra... Este espacio moderno y luminoso impacta desde su entrada y completa magníficamente al MAP.




                                     
                                                                               Museo de Artes Populares


                            Si preferimos pasear y observar con detalle los recorridos a los que ya me he referido, nos detendremos en cada una de sus salas, donde se profundiza en el conocimiento de la relación del hombre con su entorno y circunstancia y en la contemplación de enseres y ámbitos. La cuadra ocupa un amplio espacio de tres naves separadas por pilares rectangulares bajo arcos de medio punto, con un suelo empedrado que informa sobre el tránsito de caballería sobre esta zona y por ello se han situado los elementos relacionados con todo tipo de comunicaciones terrestres: carruajes, carros, monturas, abrevaderos..., y las piezas artesanas de la manufactura correspondiente. Lo escarpado del terreno en zonas rurales hacía inviable las labores agrícolas mecanizadas, manteniéndose el uso del animal incluso para el transporte, aunque también se exhibe una singular berlina como carruaje de viajeros. Haciendo referencia a los obradores artesanos se han reconstruido una fragua y una tahona. La fragua reproduce una herrería, con todo aquello que podría generar, siendo especialmente significativos los denominados calabozos o rozones, especie de cuchillo de hoja curva para cortar caña de azúcar. Pero merecen una lectura especial las rejas, barandillas de balcones y cancelas, recabadas de derribos de viviendas del Perchel, ejemplos de forja y ornamentación de la arquitectura doméstica local de los siglos XVIII y XIX, posteriormente producto industrial sinónimo del progreso de la zona gracias a las industrias metalúrgicas, de Heredia principalmente, que queda testimoniado, a nivel decorativo, en los herrajes de las casas de la reconvertida ciudad decimonónica. La tahona, de Álora, aparece con todo lo que requería la elaboración del pan, incluido el molino de harina.


                     Se rinde homenaje a los hombres de la mar y al arte de la pesca en una preciosa sala, la primera a la derecha tras entrar al edificio, dominada por un sardinal, barca de pesca semejante a la jábega, reproducida en maquetas colgadas de las paredes. Enseres de pesca -como el torno de varar- escenifican la típica acción de sacar de la mar las barcas tras la pesca. La nota romántica la aporta el mascarón de proa de aire modernista. Al salir de esta sala aparece un espacio inferior que se abre a la calle Camas, entrada principal del mesón (ahora con una salida trasera ajardinada, con fuente y granados...), y hoy zona intermedia que separa la ya comentada y otra, doméstica o casa propiamente dicha, una vivienda "tipo" en la que se han seleccionado dos unidades diferentes: la de labranza y la burguesa, que por una parte, nos acercan a lo cotidiano y popular y por otra, a la representación de la realidad concreta del lugar acomodado, o sea, lo rural y lo urbano, ocupando, en el primer caso, la planta inferior y en el segundo, la superior. Aprovechando el hogar de la primitiva posada, se ha montado una cocina propia de la arquitectura popular con un amplio humero y los utensilios propios de las labores de este ámbito.


                   La sala contigua representa el comedor de una casa de labranza de cierto nivel socioeconómico. Lo habitual en las zonas rurales de la provincia es el cortijo de pequeño tamaño donde hogar y sala coinciden en una misma estancia, a veces sirviendo también de dormitorio, ya que las cámaras del piso se dedicaban a almacén. En zonas más potentes económicamente se da otro tipo de viviendas de mayor nivel social y otra especialización en los usos de los espacios. El comedor del Museo correspondería a esta tipología, pese a su sencillez. Resultan incontables las piezas expuestas, muchas relacionadas con la matanza, actividad todavía en uso. La mayoría del mobiliario y del ajuar que presentan las áreas domésticas provienen de la zona de Campillos, lugar de origen de Baltasar Peña, promotor, junto a Enrique García Herrera, de este Museo y uno de sus más destacados benefactores, que donó de las propiedades de su familia gran parte del material que se muestra. Si la mar fue la primera seña de identidad de Málaga, el vino ha sido la segunda. La industrialización tuvo como motor impulsor la fabricación en hierro de las flejes de las botas para la exportación del vino. La sala del lagar, bodega y taberna constituyen perfectos tratados de la viticultura y enología malagueñas. Objetos interesantes son la prensa del lagar, procedente de Sedella, del siglo XVIII, las botas para contener el vino y el torniquete de barrilero. Un pianillo adorna el lugar mientras una fotografía ilustra a un músico callejero tocándolo. Otro se los sectores económicos importantes de la provincia es la industria del aceite, representada por una impresionante almazara con su empiedro, una prensa donde se exprime la masa resultante de la molturación previa y un depósito de hierro fundido, todo recuperado de un molino de la presa el Limonero, junto a otros utensilios que ambientan el espacio.






                    Al salir de esta sala, atravesando el patio, inmortalizado en la obra de José Denis Belgrano "Después de la corrida" del Museo de Bellas Artes, se accede a la primera planta, dedicada al medio burgués. Unas vitrinas exhiben vestidos y trajes, indumentarias infantiles, carnés de bailes, sombrillas de seda... Típico de la época, la separación entre los ámbitos privados y públicos era estricta: los primeros los constituían dormitorios, salas de costura, cocina, aseos y habitaciones del servicio, espacios del dominio femenino, y los segundos, salones, gabinetes, comedores y despachos eran la zona de exhibición. En este apartado se incluiría el despacho de Arturo Reyes.Y en relación con la labor del escritor, aparece flamante su modo de impresión y expresión: la imprenta. El ambiente cultural de Málaga en el siglo XIX se fomentó a través de las innumerables publicaciones periódicas, así como la importante producción gráfica con excelentes artistas de renombre nacional. A todo ello dedica el Museo un espacio que a mí me fascina especialmente, representado por el material procedente de la imprenta Sur-Dardo, fundada por Manuel Altolaguirre y Emilio Prados -de ahí el Modernismo de las imágenes de las piedras-, y de Gráficas Alcalá, con un importante taller de litografía, especializado en carteles de toros y lechos de cajas de pasas. Enlazando el gabinete y el dormitorio, de intimismo delicado, con su medio de desenvolvimiento, la sala de las labores agrícolas contiene diferentes aperos de labranza dedicados especialmente al secano (bielgos o rastrillos de gran tamaño, el arado romano, azadones, hoces, yugos para mulos o bueyes...). Y como complemento, objetos de artesanía como queseras, mieleras, cajas de pasas forradas de rasos de colores, dibujos y litografías de caprichosas formas con sus moldes de madera o "guarritos" para envasar... La industria del higo ha sido otra de las tradiciones del lugar. Los higos de Rayya (nombre árabe de la circunscripción de Málaga en el periodo altomedieval), se exportaban hasta Oriente Medio por su calidad y por ser considerados los mejores del mundo. Se presentan  a través de prensas de ceretes (canastillas de palma en forma de disco) y ceretes llenos de higos secos.


                  Uno de los productos estrella de la Málaga musulmana fue la cerámica de loza dorada o de reflejo metálico, de gran cotización. Anteriormente, los abundantes alfares romanos señalan la tradición alfarera del lugar, que decayó durante la Edad Moderna aunque sin llegar a perderse sino más bien reconvertirse hacia lo más estrictamente artesanal y popular. Durante el siglo XIX tuvo un gran impulso con las piezas procedentes de Cuevas de San Marcos, Coín o Colonia de Santa Inés, caracterizadas por la combinación del melado y el verde, manteniéndose escasamente el azulón típico de Málaga. Aquí vemos recipientes de uso doméstico o como complemento de la arquitectura con los canalones y gárgolas, auténticas maravillas. Las fiestas  y el folclore se muestran en prendas de encaje y bordado, en la indumentaria taurina, en ejemplares de la Pastorá, la fiesta de candelas, y en los barros, con una panda de verdiales en barro policromado cuyas figuras congelan los pasos de baile más significativos. En la sala más amplia del Museo, unas vitrinas recogen cerámicas que mezclan lo popular y lo culto, con temas religiosos y festivos, en los tan famosos Barros Malagueños, que, por su calidad, son la colección más importante del Museo. Se compraron al coleccionista inglés Peter Winckworth, y conforman la mejor representación del Romanticismo artístico en la ciudad. Los antecedentes se encuentran en Nápoles, en el siglo XVIII en las figuras para belenes. En Málaga comienzan a elaborarse con la misma temática religiosa, aunque el gusto goyesco hizo recaer el interés en los tipos populares. Tuvieron un gran éxito por su autenticidad y estar realizados por escultores de sólida formación, obteniendo una gran demanda sobre todo por extranjeros que buscaban la España de pandereta, perfectamente representada en los bandoleros, toreros, bailaoras... La colección del Museo recoge temas de tauromaquia, bailes y tipos populares, belenes y temas religiosos. Precisamente, la sala dedicada a la religiosidad popular es de un misticismo subyugante; en ella me detengo indefinidamente en innumerables ocasiones, contemplando esos belenes o calvarios de pequeñitas figuras metidas en urnas de cristal, imágenes de rezo para la intimidad de la alcoba, vidrios devocionales, exvotos de ingenua narrativa, las figuras en hueso, esa inigualable talla de madera policromada de San Rafael..., que potencian la relación romántica del hombre con lo trascendente.







                          Otro de los atractivos de este tipo de museos radica en la conservación de una riqueza léxica que incide en la importancia del patrimonio cultural, en este caso, lingüístico, de la lengua española y de localismos. Quedan los diccionarios, sí, pero una lengua debe permanecer lo más viva posible en el habla individual y si el objeto pervive, su denominación subsiste. Lo mismo ocurre en el plano de la investigación, que no desaparece mientras se fomenta el estudio de tanto como queda por saber. En este museo, un departamento conserva amplia documentación en el archivo dedicado a Narciso Díaz de Escovar, periodista, polígrafo, cronista e intelectual miembro de la Academia de Historia, Bellas Artes de San Fernando y Buenas Letras de Sevilla. Y aumentan los expertos cuyas colaboraciones en la exploración y el conocimiento del Museo, tanto por lo que se refiere al edificio como al contenido, son imprescindibles para una más amplia comprensión de lo que se ve. Sus aportaciones me han resultado valiosísimas para la elaboración de este artículo y para entender las reflexiones histórico-antropológicas que suscitan una forma de vivir que mantiene su esencia en el tiempo y quizá alcance la eternidad..., esa que parece transmitir el Mediterráneo, tan próximo, según se sale del antiguo Mesón, a la izquierda...



                                                                            "Smile"  (con Charles Chaplin)